Jeshua: El Mensaje Encubierto del Amor que Despierta la Consciencia

Jeshua: El Mensaje Encubierto del Amor que Despierta la Consciencia

Hay momentos en que el alma se detiene… Un suspiro profundo en medio del torbellino cotidiano, una pausa involuntaria que nos arranca del automatismo.
Y en el silencio que queda después del ruido, emerge una pregunta que golpea suavemente el corazón, como una brisa fresca en un día caluroso:
¿Hemos comprendido el verdadero mensaje de Jesús?
¿Hemos penetrado la esencia de su paso por el mundo, despojándolo de las capas de interpretación y dogma que lo han envuelto durante siglos?
¿O solo estamos repitiendo rituales, fechas y palabras sin habitar su esencia, como ecos vacíos de una melodía olvidada?
Dos mil y tantos años han pasado desde que el Maestro de Maestros, aquel faro de luz llamado Jeshua, caminó por esta Tierra. Y sin embargo, su presencia continúa vibrando en cada rincón donde se abraza al prójimo con genuina empatía, se perdona una herida profunda liberando el alma de su peso, se agradece al cielo la danza de la vida o se elige conscientemente el Amor como la fuerza motriz que disipa el miedo. Pero ¿cuántos han logrado ver más allá de las imágenes solemnes colgadas en las paredes o las lecturas repetidas en los altares con fervor mecánico?¿Cuántos han escuchado su voz susurrando desde lo más profundo del corazón, esa guía silenciosa que reside en cada uno de nosotros?

Cada 25 de diciembre, se celebra la llamada Navidad. Una fecha marcada en el calendario, adornada con luces parpadeantes, aromas de comidas que a menudo olvidan nuestras raíces ancestrales, una cascada de regalos materiales y reuniones familiares que, en más de una ocasión, terminan eclipsadas por discusiones latentes, excesos fugaces y viejos rencores que resurgen como fantasmas sin resolver, empañando la alegría superficial. Y mientras tanto, la esencia profunda de esa celebración —el nacimiento de una consciencia despierta, luminosa y revolucionaria, encarnada en Jesús— queda velada por capas de superficialidad, consumismo y un olvido colectivo de su verdadero significado.

Yeshua no nació ese día impuesto por la tradición. Tampoco expiró en la fecha exacta que la religión ha establecido con rigidez. Investigaciones profundas
sugieren que su nacimiento ocurrió alrededor del 4 de diciembre, y su partida terrenal, un 5 de abril, en profunda sintonía con las Pascuas judías, un tiempo sagrado donde la luna se alinea con lo trascendente y las estaciones abren portales simbólicos al renacimiento interior, a la renovación del espíritu. Estas fechas, aunque distintas de las celebraciones tradicionales, nos invitan a trascender el calendario impuesto y a conectar con el significado profundo de su vida y su mensaje en cada instante. Resulta, cuanto menos paradójico, que la misma institución que proclama su divinidad altere fechas tan significativas de su vida terrenal, incluso desvinculando su muerte de la lógica de su propio calendario festivo, como si la precisión histórica fuera un detalle menor ante la conveniencia litúrgica. Podríamos incluso interpretarlo como una falta de respeto hacia la integridad de su paso por este mundo.

Sin embargo, poco importa la exactitud de la fecha en el calendario, la verdadera conmemoración no reside en un día específico, sino en la vivencia cotidiana de sus enseñanzas.

En mi propia búsqueda por comprender la plenitud de Jeshua, encuentro eco en la idea, sostenida por otros, de una etapa formativa en su vida marcada por un viaje significativo, donde hubo un tiempo en su juventud donde las arenas del oriente lo llamaron. Visualizo su encuentro con las tradiciones de la India donde bebió directamente de las ancestrales fuentes del hinduismo y el budismo, nutriendo y expandiendo su ya profunda comprensión espiritual antes de regresar a Judea. Este encuentro con otras formas de sabiduría seguramente enriqueció la singularidad de su mensaje.

Más allá de la exactitud del calendario o la geografía, cuando comprendemos que su verdadera misión trascendía la fundación de una nueva religión con dogmas y estructuras; su propósito esencial era encender una llama inextinguible: la llama Crística, la chispa divina que arde con potencial infinito en el corazón de cada Ser que se atreve a recordar su origen sagrado, su conexión intrínseca con la Fuente.

La llamada “segunda venida” no será un espectáculo celestial con trompetas estridentes ni una llegada en deslumbrantes naves intergalácticas, aunque algunos aún lo esperan con una literalidad digna de un episodio de ciencia ficción. No. La segunda venida de Cristo ya está ocurriendo, silenciosa pero poderosa. Ocurre cada vez que alguien despierta de su letargo, se sacude la pesada carga de la inconsciencia colectiva, y se encuentra con ese resplandor suave pero innegablemente poderoso que habita en el centro de su pecho, ese núcleo de amor incondicional. Ese fuego interior que no quema con violencia, sino que transforma suavemente, iluminando la oscuridad con comprensión y compasión.

Cuando Jesús pronunció las palabras “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, no estaba estableciendo una exclusividad dogmática para una institución religiosa, sino ofreciendo una llave espiritual universal: el Amor incondicional como la única vía auténtica hacia el Padre, hacia la Fuente primordial de toda creación, hacia la Unidad que subyace a toda aparente separación. Ese Amor que se practica con intención en cada interacción, que se respira como el aire vital que nutre el alma, que se elige conscientemente en cada acto cotidiano, grande o pequeño. El Amor que se da con generosidad sin esperar retribución, que perdona las ofensas liberando tanto al ofendido como al ofensor, que no teme mostrar la vulnerabilidad como una fortaleza genuina.

Y como él mismo enseñó con sabiduría: “Pidan y se les dará.” Pero no desde el ansia egoísta o la sensación de carencia paralizante. Aprendí —como quizás tú también lo estás descubriendo— que cuando uno deja de pedir con la boca, desde la necesidad y la expectativa, y empieza a agradecer profundamente con el alma por las bendiciones presentes y futuras, las puertas del cielo interior se abren de par en par, y la vida misma comienza a conspirar misteriosamente a favor del alma alineada con su propósito, con su verdadera esencia.

Analicé durante noches de introspección profunda el Padre Nuestro, buscando desentrañar la riqueza de su significado, entender qué implicaba realmente esa frase que repetimos con tanta frecuencia, a veces sin plena consciencia: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.” ¿Era acaso una sumisión ciega a un Dios lejano y autoritario? No. La voluntad del Padre no es un decreto de castigo, no emana juicio severo, no se impone con rigidez. Es, en su esencia más pura, expansión del Amor infinito. Es la manifestación de la luz radiante del cielo aquí, en esta Tierra que habitamos, a través de nuestras manos que sanan, nuestras miradas que comprenden, nuestras decisiones que reflejan la bondad inherente.

A menudo se cita la enseñanza de “poner la otra mejilla” como un símbolo de resignación pasiva, de debilidad ante la agresión. Pero al comprenderla con el corazón abierto y la mente despierta, se revela como una profunda enseñanza de poder interior inquebrantable: no temer la confrontación, no responder al mal con más mal, perpetuando el ciclo de violencia, sino mostrar al agresor y a nosotros mismos que el verdadero poder reside en la paz inquebrantable del alma que no se doblega ante el miedo ni la provocación. Caminar la segunda milla, ofrecer más de lo que se espera, es una declaración silenciosa pero elocuente: soy libre en mi espíritu, incluso en tu intento de someterme, porque mi fuerza emana de una fuente inagotable de amor y comprensión.

Jesús fue radical en su tiempo, desafiando las normas establecidas con una valentía inspiradora. Fue revolucionario en su mensaje de amor incondicional y perdón sin límites. Fue tierno en su abrazo a los marginados y feroz en su denuncia de la hipocresía y la injusticia.

Antes de iniciar su ministerio itinerante, se retiró al desierto, donde enfrentó las tentaciones que representan las pulsiones humanas más básicas: el hambre y la satisfacción material, el poder y el dominio terrenal, y la necesidad de validación externa a través de lo espectacular. Superó estas pruebas no con resistencia violenta, sino reafirmando su profunda conexión con lo divino y su compromiso con un propósito superior.

Llamó a los que la sociedad excluía, tocó a los considerados intocables, conversó con mujeres en igualdad, sanó no solo cuerpos sino también almas heridas. Incluso en el umbral de su partida, en la agonía de la cruz, su humanidad se manifestó con una fuerza desgarradora en el grito: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». En ese instante de profunda vulnerabilidad, no escuchamos a un ser etéreo e intocable, sino a un hombre pleno, sintiendo la punzada del abandono, la duda terrenal ante el silencio aparente del Padre. Esa pregunta no disminuye su divinidad, sino que subraya su completa inmersión en la experiencia humana, experimentando la soledad y la incertidumbre que a menudo nos embargan. Su angustia en ese momento crucial nos recuerda que incluso los más iluminados transitan por la oscuridad, y que la conexión con lo divino no exime del dolor y la duda inherentes a nuestra condición terrenal. Hasta su último aliento, siguió enseñando con su ejemplo vivo: el poder transformador del perdón, la inquebrantable fuerza de la fe, la profunda conexión de la compasión, la filiación directa con lo divino, el valor liberador del desapego material, la entrega total al poder sanador del Amor.

Hoy, en este momento crucial de la historia humana, su mensaje late con una urgencia renovada. Y nos llama, individualmente y como colectivo, a encarnar esa llama viva. No afuera, en templos de piedra o instituciones religiosas, sino adentro, en el santuario íntimo de nuestro ser, allí donde el alma conversa en silencio con la Fuente de toda vida. Porque él nunca se fue realmente. Y no necesita regresar de una manera espectacular, porque jamás nos ha dejado verdaderamente.

Hoy, más que nunca, su mensaje late con fuerza. Y nos llama, uno a uno, a encarnar esa llama. No afuera, no en templos de piedra. Adentro. En lo más íntimo, allí donde el alma conversa con la Fuente. Porque él nunca se fue. Y nunca regresará, porque jamás nos ha dejado.

El Cristo vive en ti.

Solo necesitas recordarlo, aquietar la mente, abrir el corazón y recordar quién eres realmente.
Y así, en el silencio del corazón, cuando todo ruido se apaga y cae el telón de las formas, solo queda el eco suave de una verdad que no necesita ser dicha: Jeshua está aquí. Y vive en el corazón de todos nosotros, allí radica la verdadera ascensión Crística.
No como un personaje de historia, ni como un salvador externo, sino como una frecuencia viva, como un susurro de Amor que recorre la sangre, como una llama que arde en silencio en el centro del pecho.
No hace falta verlo para saberlo. No hace falta entenderlo todo para sentirlo. Solo hace falta volver al corazón, a ese espacio sagrado donde no hay juicio, ni miedo, ni separación.

Donde uno es Uno.

Donde la voluntad del Padre es la misma que la del alma, expandir la Luz, vivir el Amor, recordar la Unidad.
El mensaje de Jeshua no fue nunca un mensaje religioso.
Fue y sigue siendo una activación, un código vivo, una invitación a despertar del sueño de la separación, de la dualidad, y a caminar este mundo con los pies en la tierra y el alma encendida.
Ahora que lo sabes…
¿Estás dispuesto a encarnar ese mensaje?
Porque el Reino de los Cielos no es un lugar.
Es un estado de consciencia.
Y ese Reino…
ya está en ti.
Y si sentís esa chispa dentro, esa inquietud que te dice que hay algo más, si te reconoces en esa búsqueda de la luz en medio de la sombra, entonces este mensaje es para vos.

Y escucha bien, no hay maestros externos definitivos, ni gurúes infalibles que te muestren el único camino verdadero. La brújula está en tu corazón. Esa fuerza que te impulsa a ser mejor, a conectar con los demás desde la honestidad y el cariño, esa es la herencia de Jeshua viva en vos.

Tu lucha diaria por elegir el amor en lugar del juicio, por perdonar esa vieja herida en lugar de aferrarte al rencor, por ofrecer una mano amiga sin esperar nada a cambio, esa es tu trinchera, tu campo de batalla personal. No te dejes seducir por las fórmulas mágicas ni por las promesas de iluminación instantánea.

La verdadera maestría reside en tu propia conexión con esa fuente interna de sabiduría.

El Cristo no es una figura lejana a la que debes imitar ciegamente, es esa esencia de bondad y consciencia que late en tu pecho, esperando ser reconocida y expresada.

Despierta, vívela y compártela auténticamente.

Vos sos parte de esta segunda venida silenciosa, sos un faro único en este despertar colectivo.
¡Confía en tu propia luz y anímate a brillar con la autenticidad de tu ser!
En Unidad y Amor Ascensional.