Esto es mío": El Ego y la Ilusión de la Posesión

Esto es mío": El Ego y la Ilusión de la Posesión

La simple frase “esto es mío” parece una declaración cotidiana, práctica y hasta inocente. Sin embargo, en la profundidad de la experiencia humana, esa afirmación revela la presencia sutil del ego y la persistente ilusión de la posesión, un constructo psicológico que, de no ser observado, se convierte en la raíz del sufrimiento.

El ego es la estructura psicológica necesaria que nos permite funcionar en el mundo, tomar decisiones, diferenciarnos y protegernos. Lejos de ser un enemigo a destruir, es un componente vital. Sin un «yo» estructurado, la interacción en la vida diaria sería imposible. El conflicto, no obstante, surge cuando el ego olvida su lugar y pretende gobernar aquello que solo el espíritu puede conducir. Cuando esta estructura reactiva toma el trono de la conciencia, la vida se transforma en lucha, miedo, competencia y apego incesante.

Es fundamental comprender que el ego no es el adversario, sino una herramienta valiosa cuando se le asigna su justo servicio. El ego ordena, organiza, protege y estructura la forma, mientras que el espíritu guía, inspira, da propósito y sentido a la existencia. Cuando el espíritu está al mando, el ego se convierte en un valioso colaborador, ayudando a manifestar propósitos sin obsesionarse con los resultados, sosteniendo vínculos sin convertirlos en posesiones, y construyendo identidad sin caer en la rigidez. En cambio, cuando el ego intenta dirigir, la vida se llena de sufrimiento al moverse desde la carencia, el control y el miedo. Por ello, la tarea no es eliminar el ego, sino educarlo e integrarlo, permitiendo que ocupe su función justa: ser el instrumento a través del cual el espíritu se expresa en el mundo material.

La ilusión de la posesión, encapsulada en la frase “esto es mío”, es el mecanismo central por el cual el ego intenta asegurar su existencia. Al apropiarse de lo que lo rodea —objetos, personas, títulos, creencias, e incluso heridas y memorias—, encuentra una sensación temporal de identidad, seguridad y control. Sin embargo, esta posesión es profundamente ilusoria, pues nada de lo que consideramos «nuestro» es permanente. La necesidad de poseer nace de tres raíces principales: la necesidad de sostener una identidad frágil (donde perder algo se siente como perder parte del ser), el miedo intrínseco a la pérdida que se manifiesta como apego, y la búsqueda quimérica de control sobre una existencia que, por naturaleza, es flujo constante e impermanente.

La realidad esencial es que nada nos pertenece. Todo es prestado por la vida. El cuerpo que habitamos, las relaciones que nutrimos, la salud y los bienes materiales, son temporales y tienen un ciclo. La naturaleza nos lo recuerda: todo cambia, nada queda fijo, y lo que se aferra, inevitablemente se rompe. El sufrimiento emocional aparece cuando el ego se aferra a lo impermanente, generando miedo y estancamiento, y a menudo destruyendo la autenticidad de los vínculos al creer que la libertad del otro nos pertenece.

 Las verdaderas raíces del apego se encuentran en la inseguridad interna y en la identidad construida sobre lo externo. El vacío interior busca llenarse con cosas materiales o logros, y el miedo a la soledad empuja al ego a rodearse de referencias constantes. La sabiduría ancestral, desde el budismo (que señala el apego como la raíz del sufrimiento) hasta el misticismo universal (que nos define como custodios temporales), converge en este punto.

El camino hacia la liberación se encuentra en el desapego, un músculo que se entrena diariamente a través de la gratitud (apreciar sin exigir permanencia), la atención plena o mindfulness (observar los apegos sin identificarse con ellos) y el soltar gradual de objetos, historias y expectativas. Cuando reconocemos que somos, ante todo, espíritu —no forma—, el miedo existencial se disuelve. Además, el poder transformador de compartir nos recuerda la verdad esencial: la vida no se acumula, sino que se mueve. Lo que entregamos vuelve multiplicado; lo que retenemos, se estanca.

En resumen, la declaración “esto es mío” fortalece un ego desalineado y sostiene una ilusión generadora de sufrimiento. Soltar, por lo tanto, no significa perder, sino permitir que la vida circule a través de nosotros en lugar de detenerse en nosotros. Al observar qué cosas o personas defendemos como si fuesen parte de nuestra identidad y qué tememos perder, iniciamos un proceso de recuerdo y despertar que libera al espíritu para que retome su lugar natural como guía de nuestra existencia.

En Unidad y Amor Ascensional.